Evaluar la gestión de la pandemia

Carlos Bravo Regidor

¿La recta final de las campañas es un mal momento para que la ciudadanía conozca “Aprender para no repetir” , el informe de la Comisión Independiente de Investigación sobre la pandemia de Covid-19 en México? ¿Cuál sería entonces un “buen momento”? ¿Cuando no haya disputa por el poder? ¿Cuando la ciudadanía no esté prestando tanta atención? ¿Por?

Qué mansa, qué pobre, qué tonta idea de la democracia la que estima inoportuno publicar en temporada electoral una evaluación sobre el manejo del que fue, por mucho, el acontecimiento más importante del sexenio. Murieron más de 800,000 personas, quedaron más de 200,000 niños huérfanos, se perdieron más de 10 millones de empleos, se redujo la esperanza de vida de 75 a 71 años. Pero la contundencia de esas cifras palidece, aparentemente, ante la posibilidad de incomodar al gobierno en turno o perturbar al electorado. Porque darlo a conocer ahora, según nuestros comedidos fiscales del tiempo políticamente correcto, es sospechoso de responder a un cálculo, de obedecer a una estrategia, de buscar un impacto. Y eso, válgame, no puede ser (salvo cuando lo hace el presidente): la sociedad no debe hacer olas, no debe tratar de influir, lo deseable es dejar que la elección sea un mero trámite, terso y sin sobresaltos. Qué burda manera de querer capitular ante la indolencia y el olvido, de promover la despolitización del acto político fundamental de llamar al poder a cuentas; de informarse, crearse un criterio y votar. Con todo respeto, al diablo con su “mal timing”.

A pesar de ubicarse entre los países con peores resultados, en México no hubo una sola autoridad que asumiera el deber de revisar la gestión de la pandemia. En otros países (e.g., Australia, Brasil, Chile, Nueva Zelanda o Reino Unido) se constituyeron comisiones de investigación dentro del Poder Legislativo, en ocasiones por orden judicial. Pero aquí tuvo que ser un grupo de especialistas independientes desde la sociedad civil, sin ningún tipo de mandato ni apoyo institucional, el que investigara por su cuenta.

El hecho de que algunos de ellos hayan sido funcionarios públicos en administraciones anteriores (e.g., Jaime Sepúlveda, Julio Frenk o Julia Carabias) u otros hayan sostenido posiciones disidentes frente a la actual administración (e.g., Antonio Lazcano, José Ramón Cosío o Mariana Campos) ha servido como pretexto para tratar de sembrar duda sobre un supuesto “sesgo” en el informe. Ya se sabe, ante la imposibilidad de refutar los señalamientos, de hacerse cargo de los datos, la ruta fácil de la descalificación política y de la falacia ad hominem. No importan la reputación pública, la trayectoria profesional ni la solvencia técnica de los autores; tampoco la exhaustividad ni el rigor que caracterizan al informe; vaya, ni siquiera la gravedad de lo que su contenido registra. Es tan sesgada –esa sí– la reacción de la órbita obradorista, tan desprovista de capacidad de respuesta, de argumentos para contrarrestar las críticas, que solo le ha quedado la conocida defensa de dispararle a los mensajeros antes que atender su mensaje. La negligencia criminal del oficialismo no conoce límites, ni durante ni después de la catástrofe sanitaria más grande en la historia moderna de México.

Con todo, el informe ahí está, disponible para quien quiera enterarse. Yo agradezco, sinceramente, la vocación de servicio, el afán de escrutinio y el compromiso con la construcción de memoria pública que lo motivan. El cuidado con el que está elaborado y la claridad del recuento tan pormenorizado que ofrece son un ejemplo de calidad y profesionalismo. Aunque duela o, mejor dicho, precisamente porque duele. Porque debería doler. Porque tanta irresponsabilidad no puede quedar impune. Porque, como le dije a Leo Zuckerman ayer en su programa a propósito precisamente de este informe, la frialdad de sus cifras hace hervir la sangre.

Con información de Expansión

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