¿Soberanía energética o estatismo disfuncional?

Gabriel Reyes Orona

Ha resultado muy caro para el país la falta de comprensión de conceptos básicos de administración pública. El haber encargado a políticos del pasado el realizar tareas de alta gestión productiva ha provocado la inhabilitación de áreas claves del Sistema Eléctrico Nacional. Así es, personajes que durante décadas han sobrevivido todo tipo de escándalos, montados en una obsoleta narrativa ideológica, fueron designados en puestos que no sólo requieren especialización técnica, sino que demandan obligadamente de experiencia en la materia.

Haber encargado a un personaje que, tras haber desempeñado labores de política interior, destinó una apabullante fortuna para hacerse de diversos puestos de elección popular, ha resultado un costoso experimento, construido éste, sobre una línea discursiva que no se sostiene en los hechos, y menos, en los estados financieros de la Comisión Federal de Electricidad.

Nos han conducido por un camino en el que, esquizofrénicamente, se ha introducido el concepto soberanía, donde, simple y sencillamente, no tiene cabida. La soberanía es un concepto milenario que, palabras más, palabras menos, establece que la autoridad política es única, es decir, que no admite otra igual o superior donde gobierna, esto es, que no existe un poder político igual, ni de mayor tamaño a ella, en el territorio en que se encuentra asentada.

Ello nada tiene que ver con la autarquía económica o capacidad de proveerse a sí mismo de los insumos, bienes o elementos necesarios para subsistir o abastecer suficientemente una necesidad económica, y, menos, con la capacidad de prestar un servicio, en un área a la que concurren diversos agentes económicos.

El gobierno ejerce las funciones que la Carta Fundacional le encomienda, de manera exclusiva, sin otra potestad que le iguale o le compita. En los estados totalitarios, de manera arbitraria, unilateral e impositiva, y, en los estados de derecho, observando los derechos subjetivos de orden público o garantías individuales, consagrados en el instrumento fundamental. Sin embargo, a quienes viven, y sólo han vivido el Erario, les resulta catártico aplicar nociones de control oficialista a todo, incluyendo actividades completamente ajenas a ellas, como lo son la producción y la comercialización de bienes y servicios.

Para quienes surgieron y se apoltronaron en puestos de autoridad política, es difícil, y en ocasiones imposible, atender y alcanzar estándares de competitividad y eficiencia, ya que su formación trata de cómo imponer la ley a los demás. Así es, hablar de soberanía energética, es como encargar a un policía que eche andar y operar el aparato productivo, el resultado será patético e inevitable.

Ninguna de las necesidades de abasto de una economía se satisface, en ninguna parte del orbe, bajo la noción de soberanía, máxime cuando lo que se trata de describir es la autosuficiencia, o la no intromisión de intereses de otros estados igualmente soberanos.

La soberanía sólo tiene una lógica inserción en asuntos que tienen que ver con el cumplimiento de tareas policía y buen gobierno, es una noción de la teoría del estado, conforme a la cual, las instancias de autoridad política precisan excluir a cualquier otra que les compita, rivalice o contienda en ese terreno. Suena bonito, pero resulta aberrante el hablar de soberanía en producir alimentos, energéticos o cualquier otro bien tendiente a satisfacer necesidades de orden económico, sin embargo, a punta de repetición, hemos llegado a aceptar el incorrecto uso del término, haciéndolo equivalente o sinónimo de autarquía económica, en la que un estado no precisa, ni requiere del exterior, para solventar las necesidades del mercado interno.

Producto del echeverrismo se formaron políticos que asumen que, para imponerse y mantenerse en el poder, precisan controlar los medios de producción, a modo de ser quienes determinen sustantivamente a quienes llegan, y a quienes no, los bienes de consumo básico. Esa visión se practicó en los monolíticos imperios de la antigüedad, en los que el monarca era señor que daba y quitaba, vida y hacienda, y por ello, de quien dependía el que llegara el pan a la mesa de los súbditos.

En la actualidad, si en un determinado país adopta el vasallaje, por decisión de la mayoría, así será gobernado, pero no digamos que se trata de un modelo al que haya que acudir para dotar de viabilidad al estado moderno, ni tampoco, para hacer justicia en lo comercial. En realidad, esa cantaleta forma parte de un esquema que busca el control electoral de la población, y no la exclusión de injerencias de otros estados.

El orden soberano se impone generando condiciones de justicia, libre competencia y concurrencia, sin que la burocracia asuma el papel de supremo empresario. Se ejerce gobernando. Es la autoridad la que evita la concentración, el acaparamiento y la inducida escasez, aplicando la ley. Es quien combate la existencia de precios monopólicos o de prácticas de colusión, pero no es quien lo hace imponiendo barreras de acceso, como agente dominante, como tampoco erigiéndose, abusivamente, como instancia suprema entre quienes se dice compiten.

Cuando los funcionarios son quienes incurren en los abusos que depredan la competencia económica, llegando al extremo de rebasar a la autoridad formal o controlándola, es su intromisión la fatal e ineludible causa de la carestía y de la escasez, aun cuando suela paliarse, temporalmente y a la mala, con cargo a caudales privados. El modelo no falla, el pernicioso resultado tan sólo cuestión de tiempo. Se puede sintetizar éste diciendo: para que nadie más abuse, será el gobierno el único que abusara.

Actualmente la CFE ha podido sobrevivir, a marchas forzadas, anulando a las autoridades, mezclando la condición de empresa con la de autoridad, siendo no sólo tolerado, sino propiciado, el objetivo de acaparar, regulatoriamente, un segmento dominante de la industria eléctrica, llevándola así, a insospechados niveles de ineficiencia e incapacidad, que impiden que el aparato productivo alcance el pleno abasto. Todo, en nombre de la soberanía energética, que no se postula en oposición a otro ente igual, que pretenda arrebatar al Estado Mexicano la capacidad de regir, normar o supervisar la aplicación de la ley, sino desbordando el gobierno para asumir el rol de supremo empresario. Torciendo leyes y jueces, se avasalla a propios y extraños, obligando a los agentes económicos que surgieron en un esquema de libre competencia, a surtir las necesidades nacionales, tomando, a la brava, energía barata, para venderla, cara a algunos y subsidiada a otros, claro, con fines electoreros.

Es por eso que la CFE no es dirigida por un técnico, sino por quien se ha distinguido y caracterizado por imponer, de manera atrabiliaria, decisiones de orden político. Es cierto que, hábilmente, se ha conformado un equipo en la CFE que postula, empuja y promociona a un técnico “de toda la vida” para sustituir la dirigencia, a quien se pretende seguir controlando desde una posición externa, esto es, se trata de imponer al gobierno entrante un “Maximato eléctrico”.

Es tanto como si el árbitro precisara de guantes y poder golpear a los boxeadores a discreción, para cumplir su función. Para que el precio de los autos sea accesible, que el Estado los fabrique, para que el pueblo bueno se entretenga, que el gobierno opere teatros y cines. Esa película ya la vimos y no nos gustó. El desiderátum de Echeverría aguanta unos años, pero siempre acaba mal.

El poder soberano se ejerce legislando, regulando y supervisando, objetivamente, la estricta aplicación de la ley, pero en beneficio y provecho de la colectividad, y no de una divisa partidaria. El fin del estado no se alcanza creando, a modo, un esquema normativo que opera a través de agentes monopólicos que producen bienes y servicios imponiendo precios y costos oficiales, teniendo en mira, la sesgada manipulación de la industria. Ese camino puede ciertamente imponerse, legal, y hasta constitucionalmente, pero rápidamente llega al desfiladero, como ha sucedido en los estados totalitarios.

Un vigoroso y robusto aparato productivo está dotado de una autoridad que no se funde, ni confunde con los agentes económicos, y provee al pleno abasto, promoviendo condiciones de equidad atractivas a la inversión, nacional y extranjera. La equidad en lo económico se alcanza con un ordenamiento jurídico que da a cada quien lo suyo, y su justa aplicación. La peor caída del campo mexicano vino de la mano de la promoción de la “soberanía alimentaria”. Buscando el pleno abasto, politizó lo que no admite quedar envuelto en la mezquina batalla por el poder, empobreció a los campesinos; degradó la calidad de la producción agrícola, y nos puso en la ruta de la importación obligada.

El gobierno entrante tiene una tarea insoslayable e inaplazable, que comienza por hacer un profundo diagnóstico de la red de transmisión y distribución que clarifique, con honestidad, su nivel de ineficiencia y sus limitados alcances territoriales, haciendo posible detectar los severos efectos producto de la falta de inversión y mantenimiento. El sistema está en crisis y así se entrega.

Con información de Expansión Política

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